El cielo queda muy lejos de mi casa, y mi mente ya no
vuela tan alto como para alcanzarlo. Me limito a garabatearlo en la imaginación
sirviéndome de los pintores clásicos. Los azules me tranquilizan y los ocres
del atardecer calientan mi corazón. Un corazón agitado como en la guerra,
deseoso de ganar la batalla, taquicárdico y arrítmico como el sonido de las
metralletas y las bombas en la distancia, asustado como un niño que ha perdido
a su madre, con el único objetivo de encontrarla y al fin reposar en su regazo.
Desnudándome antes de entregarme al sueño, mientras la
cabeza va dando vueltas a esta última semana de mi vida. El nunca debí haberlo
hecho es una constante que se repite en la ecuación, me martiriza, pero por
momentos parece despejarse la incógnita y el resultado cambia arrojando una
abrumadora positividad…entonces ya no hay duda posible, y me convenzo que el
destino de mi vida es el correcto, que la felicidad se ha hecho presente y que
ya nunca más va abandonarme. Pienso conservarla como el más precioso regalo. Pero
frágil como el cristal de bohemia, se me escapa de entre mis torpes manos, y
cuando mi mente se percata, ya se ha hecho añicos contra el muro de mi insatisfacción.
Intento unir los pedacitos, reconstruir aquel pasado frágil, hasta que me doy
cuenta que las piezas ya no encajan, que la felicidad no es un puzzle, no es
una ecuación matemática, no hay fórmula que despeje su incógnita, y cuanto más
me esmero en pegar y juntar las piezas, mayores son los cortes que me producen,
la “x” se ha transformado en sufrimiento.
Me despierto por la mañana, el sueño no ha arreglado
aquel precioso regalo, pero ahora vuelve a estar candente, y manos a la obra,
me pongo a darle forma deseoso de que esta vez sí, pueda construir la obra de
mi vida, en forma de permanente felicidad.
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