En aquel sillón oscuro se enredaban con sigilo cojines, sábanas
y mantas que anudaban a los amantes hasta el punto de asfixiarlos. Un sillón pequeño
que por su aspecto retro no cabía otra
posibilidad que cubrirlo, unas veces de amor, otras de soledad y lágrimas. Con
posturas imposibles, como dos contorsionistas, los amantes buscaban llegar al
orgasmo, pero el sillón inmóvil sólo se manifestaba en el quejido acompasado de
sus muelles, al son de los amantes, con un llanto quejumbroso. Harto ya de su
decadente servicio, se imaginaba sirviendo a dos ancianitos cuya única demanda
fuera tomar té con pastas, en torno a una conversación liviana. El tacto de los
cuerpos desnudos de los jóvenes le producía cierta antipatía, pero era mejor
que la soledad polvorienta, cuando el piso se quedaba vacío, los inquilinos se
iban y la desmesurada quietud de la pequeña estancia, aplastaba aún más que
aquellas espontáneas cabalgadas.
Atrás quedaban los recuerdos de su juventud, cuando nació y
al poco la gente lo admiraba. Cuando pasaban por el escaparate de su guardería particular,
y él se divertía con sillas y mesas, cambiaba de lugar cada cierto tiempo y la
vida era sencilla y feliz…pero no todo habían sido alegrías. Años de pasar por
infinidad de mudanzas, de mercadillos y ya en ésta última etapa, de visitas por
los diferentes contenedores de la ciudad, le habían ensuciado no sólo su tapiz,
sino su alma, y la única meta que le quedaba en la vida, como la de muchos de sus compañeros, era la
del anticuario; algún lugar tranquilo, un alma caritativa que le curara las
heridas y le proporcionara cuidados paliativos, y por fin terminar sus días de
jubilación tal y como había sido su juventud, con otros ancianos que le
hicieran compañía y rezando para que ningún coleccionista se fijara en él.