Me levanté tarde como de costumbre, mis resecos ojos se solapaban. Mientras me dirigía al baño a refrescarme la cara, hice una parada en
el espejo, a ver si conseguía reconocerme, mi cara angulosa y demacrada de las
noches interminables de juerga, ahora lucia redondita, no sé si debido a las
quince horas que llevaba durmiendo o al cóctel de ansiolíticos y neurolépticos que
tomaba cada noche. Me abrigaba a la idea que algún día conseguiría dejar de
tomarlos, y que a partir de entonces, podría comenzar a vivir de verdad, podría
trabajar, podría tener pareja, podría tener amigos, podría volver a ser yo
mismo y dejar aquel oscuro, solitario y largo invierno, que ya duraba
demasiados años. Pero aquella luz de esperanza proyectaba gigantescas sombras
en mi alma, sombras a las que me tenía que enfrentar cada día, creadas no sólo
por los monstruos externos, como las miradas de miedo, de burla o de desprecio
de personas ignorantes, sino las propias oscuridades de mi alma, el
desconocimiento de mi mismo, la lucha por convertirme en algo, en alguien, para
olvidar mi pasado y desparecer de aquel tedioso presente. Allí, en el soñado
futuro era donde único podría ser feliz y allí era donde cada mañana, con ojos
legañosos y frente al espejo del baño, afeitaba mi cara y mi cuello con manos
temblorosas, mientras yo y aquella persona que se reflejaba echaban un pulso por vivir o morir, y en el
que a pesar de todo, yo seguía manteniendo
la ventaja.
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